23 de octubre de 2010

Trabajo Cumplido

Andrea Padrón caminaba por la acera de una de las tantas calles de La Castellana. Iba, como siempre, con su falda larga y sus sandalias altas, tan de moda entre las jovencitas; el cabello castaño le caía sobre los hombros y le cubría las orejas, los lentes de pasta negros le daban un aspecto serio. Todo el conjunto era rematado por un bolso que combinaba con el color de su blusa.
Era bastante temprano en la mañana y, aun así, había unos cuantos carros por las calles. De vez en cuando pasaba alguno con un ejecutivo en su interior o alguna madre con sus tres criaturas; hubo incluso un hombre que se atrevió a lanzarle un piropo a la muchacha mientras pasaba cerca de ella con su moto, pero ella ni se inmutó, simplemente lo miró de reojo por encima de sus lentes, se llevó la mano al oído y continuó su camino con el rostro impasible.
Caminó unas dos cuadras más y al pasar frente a un edificio de ladrillo y concreto, la saludó Rosita, la conserje, con su particular acento colombiano. Andrea le devolvió el saludo con una sonrisa de las que sólo ella sabía hacer. Se venían viendo desde hacía unos dos meses en los que Andrea hacía diariamente ese mismo recorrido de su apartamento al parque. Rosita le hizo algunas preguntas acerca de su mudanza, y ella respondió que había conseguido un trabajo en el interior del país. Al final se despidió de ella, se llevó la mano al oído y apretó el paso, murmurando algo acerca de haber salido unos segundos más tarde.
Ya estaba llegando al semáforo. Su paso había vuelto a ser normal y ahora se fijaba en la calle al final de la cuadra, en la que no había ningún carro. Andrea prestó atención a la luz verde del semáforo y ésta, casi como obedeciendo a un deseo, cambió a amarillo. La muchacha hizo un gesto de satisfacción; luego se volvió a llevar la mano al oído y volteó a ver, a su derecha, el Mercedes azul que se acercaba bajando la calle.
La luz cambió a rojo y el Mercedes se detuvo casi al mismo tiempo que Andrea llegaba al final de la acera, quedando frente a la ventana abierta por la que se veía a un hombre grueso embutido en un traje de unos cuantos miles de dólares. La muchacha revisó entonces su bolso, sacó una pistola con silenciador y le disparó al hombre, dándole el tiempo justo para que viese su bonito rostro antes de que la bala traspasase su frente.
Andrea Padrón guardó su pistola sin mostrar gesto alguno, se arregló el cabello, dejando entrever un pequeño audífono en el oído derecho, murmuro un "¡Hecho!" y siguió su camino. Nadie la volvió a ver en Caracas nunca más.